sábado, 13 de julio de 2013

Comunismo y Nazismo, parientes totalitarios / Rafael Rincón




A casi dos décadas de la estrepitosa caída de la URSS, hecho que demostró que su modelo no fue, ni es, ni será una opción viable de desarrollo, está claro que la utopía socialista goza de mejor salud de la que merece. La necesidad de escribir, por estos días, sobre los peligros que supone la empresa comunista es signo de que su idea continúa siendo suficientemente seductora. El discurso que promete un destino social “perfecto” y pleno de felicidad – libre de vicios, miserias y desigualdades -, al final de la senda socialista, continúa motivando a muchas personas a emprender la marcha hacia el anhelado “paraíso terrenal” sin clases, aplastando a quienes se “interpongan”.
La atracción por los mundos ideales puede llegar a convertirse en una pasión arrebatadora, capaz de generar procesos políticos sangrientos y dolorosos. Basta ver el pasado siglo XX, que se vio conmovido por dos ideas utópicas: la nacionalsocialista y la comunista. Ambas comparten muchas más similitudes de las que se suelen aceptar. Y quizás sea el comunismo, un tanto menos golpeado por el desprestigio que el nazismo, el más renuente a reconocer su parentesco con éste último. ¿Atrevida proposición? Veamos los argumentos.


Quienes simpatizan con el comunismo – y a veces quienes suelen ser condescendientes con él – gustan de salir en su defensa esgrimiendo que fue gracias al “humanismo” de la hoz y del martillo que el nazismo y el fascismo (fenómenos políticos distintos, pero comúnmente tratados como una misma cosa) fueron derrotados. Según esta tesis, el mundo entero está en deuda con el comunismo por haber puesto freno a las pretensiones expansionistas y a las voracidades criminales nazi y fascista.

Cierto es que el papel soviético en la empresa bélica contra el nazismo y el fascismo fue de gran relevancia, pero inútil sin la acción de otras fuerzas como la estadounidense, la francesa, la inglesa, otras europeas, así como algunas resistencias locales, por mencionar sólo a las más emblemáticas. Estas asumieron grandes costos e hicieron aportes determinantes para lograr la caída de tan detestables poderes políticos, aunque sus ideas no hayan sido del todo sepultadas.

Hoy, son frecuentes los seminarios, congresos, reuniones y charlas que se ofrecen – con el patrocinio de partidos, de movimientos políticos, de universidades y de ciertas embajadas – para celebrar el “triunfo” del comunismo (o del socialismo) sobre el fascismo. Pero ¿podemos hablar de un triunfo de la humanidad sobre la violación de los derechos humanos? ¿Podemos entender la acción del comunismo contra el nazismo como una cuestión de compromiso con la libertad y de respeto por las personas? La respuesta es, definitivamente, NO. El comunismo ha sido – y es – uno de los más grandes enemigos de la libertad y victimario por excelencia de la dignidad humana.

Se cuentan por millones las desapariciones físicas, torturas y humillaciones que pueden sumarse a la abultada cuenta que el comunismo debe a la humanidad. Pero si alguna duda queda, bien puede recomendarse la lectura de El Libro Negro del Comunismo, un interesante y muy bien documentado trabajo publicado en 1997, realizado por un equipo de historiadores bajo la dirección de Stéphane Courtois. El Libro Negro del Comunismo ofrece un paseo – para nada agradable, aunque sí aleccionador – a través de los crímenes cometidos por los comunismos que han existido. De unas 80 millones de víctimas habla esta obra, mientras otros autores hablan de más de cien. Pero números más, números menos, el comunismo comparte con el nazismo la naturaleza criminal, el desprecio por la libertad, una escandalosa cifra de víctimas en su haber y – es preciso destacarlo – rasgos ideológicos esenciales. Comunismo y nazismo están emparentados por sus naturalezas totalitarias.

Durante décadas, la palabra “fascista”, en referencia más cercana al nazismo que al propio fascismo, ha sido la voz ofensiva por excelencia que el comunista emplea para descalificar y deslegitimar a sus enemigos políticos, sean éstos liberales, neoliberales, conservadores, socialistas y socialdemócratas críticos del comunismo o verdaderos simpatizantes del nazismo y del fascismo. Sin embargo, las semejanzas entre el comunismo y el nazismo, ambos unidos por el gen totalitario, son bastante obvias. Y una muy buena manera de comprender esta cuestión es recurriendo a una conocida obra de Sir Karl Popper, publicada en 1945: La Sociedad Abierta y sus Enemigos.

Popper explica que el pensamiento totalitario supone una visión del mundo y de la historia fundada sobre la creencia de que un cierto destino político es inexorable, haciendo de sus ideas y propuestas las únicas aceptables. Esta convicción invita al conductor político a convertirse en lo que Popper llama un ingeniero social utópico u holístico, una persona que no concibe una eventual falla o error en sus planes de total transformación de la sociedad.

El ingeniero social utópico u holístico pretende manejar las fuerzas de la evolución histórica y del desarrollo social atendiendo a ciertas “leyes científicas” que le han señalado cuál es el destino político “inevitable” de su sociedad. Este ingeniero elabora ambiciosos planes de gran alcance en el tiempo y en el espacio social y está seguro de poder acelerar ciertos procesos que producirán el destino esperado. Para el comunismo, este destino no es otro que el “paraíso terrenal” de una sociedad sin clases.

Dada la “inexorabilidad” del destino político previsto, el proyecto político y socio – económico utópico u holístico es inobjetable, incuestionable. Por ello, las acciones políticas, así como la planificación diseñada, son inamovibles y no tiene ningún sentido revisarlas y mucho menos corregirlas. En términos prácticos, esto significa que el ingeniero social utópico u holístico no trabaja sobre la base del ensayo y el error, ni de los ajustes y reajustes, por lo que considera innecesaria – y hasta molesta – la crítica. ¿Qué significa esto? En términos simples, el conductor político que trabaja según está lógica no tolera la prensa libre, ni los partidos políticos, ni la libertad de expresión, ni la alternabilidad en el poder, todas características básicas de un régimen de libertades. Y es por ello que ataca a los periodistas, aplasta a los oponentes y busca quedarse en el poder por un tiempo prolongado, cuando no hasta su desaparición física. En este contexto, aparece la propaganda política oficial, única permitida; aparece el partido único, el único “legítimo” y se acaban las elecciones o, en el mejor de los casos, se celebran comicios amañados y condicionados por el más férreo control gubernamental.

Tanto el comunismo como el nazismo se asemejan en el absoluto control sobre las instituciones (haciendo del líder, del partido, del Estado y del gobierno una misma cosa); en el emprendimiento de esfuerzos propagandísticos descomunales; en el control total sobre la prensa, la educación, las ciencias y las artes; en la existencia de un partido único y el sabotaje de cualquier intento de organización política incómoda para el régimen gobernante y en la limitación de cualquier iniciativa de desarrollo personal que no esté ajustada a la ideología y proyecto oficiales, por mencionar sólo algunos ejemplos. Para ambos, cualquier manifestación de libertad individual constituye una amenaza intolerable.

Pero las cosas no son tan simples. El totalitario termina chocando contra una realidad que no acepta: el plan puede fallar y el destino político previsto puede no producirse, justamente porque todo ha sido concebido sobre lo que es contrario a la naturaleza humana. Las personas, en líneas generales y aún estando reprimidas por la fuerza, tienen deseos, proyectos de vida, talentos y pensamientos que distinguen a unos individuos de otros. Pero el totalitario, hostil a la variedad, asume tales diferencias como “impulsos desviacionistas”, por lo que forzará – mediante la propaganda, el adoctrinamiento y/o la fuerza – el encauzamiento de la conducta humana por la senda indicada desde el alto poder político. Esto se traduce en humillaciones y en amenazas para obligar a los miembros de la sociedad a que se ajusten al plan y se conduzcan de cierta manera, sin derecho a quejarse y mucho menos a formular críticas u ofrecer propuestas. Pero también supone el castigo físico y/o psicológico – y hasta la muerte – para quien “ose” disentir o resistirse. Es por esta razón fundamental que el régimen nazi tuvo los Konzentrationslager (campos de concentración) y el régimen comunista tuvo su GULAG o versiones similares. Es por la esencial tendencia del totalitarismo a buscar sus objetivos por encima de la dignidad del ser humano que el nazismo y el comunismo aplicaron métodos tan similares de castigo y represión; es por ello que ambos mataron, torturaron y humillaron; es por ello que hubo un Himmler y un Beria; es por ello que hubo un Hitler y un Stalin. Y es por cuanto se ha explicado que el totalitario es como es, no importa sin con hoz y martillo o con esvástica; no importa si maquillado de “siglo XXI” o de revolución de los pobres; no importa si disfrazado de movimiento indigenista o de partido de Allah.

No tiene sentido decir que Hitler fue el “anticristo” o que Stalin gobernó en contra del ideal comunista, dirigiendo atrocidades. Ambos hicieron lo debe hacer el conductor de un régimen totalitario, obedeciendo a las exigencias de un proyecto que busca, a toda costa, la transformación de la sociedad según una ideología determinada. Ni más ni menos. Sujetos como ellos han existido y existen aún, y no hay nada que nos haga pensar que no existirán en el futuro. Además, el totalitarismo no depende de cuán cruel pueda llegar a ser un líder político, sino de la naturaleza totalitaria de las ideas que se instalen en ciertos sectores sociales, capaces de levantar y mantener en el poder a un régimen que desprecia la libertad, convirtiéndose los afectos a la idea totalitaria en cómplices directos de los abusos y crímenes que se cometan.

El comunismo no puede lograr una sociedad sin clases aceptando las diferencias entre los seres humanos y el nazismo es tan incapaz como el comunismo de respetar lo que no se ajuste a su visión del mundo. Es por ello que los ingenieros sociales utópicos u holísticos no pueden ser otra cosa que dictadores y enemigos de la libertad. Para el caso del comunismo, puede que Stalin haya alcanzado niveles de represión impresionantes, pero el comunismo no dejó de ser criminal luego de su desaparición física, ni en la URSS, ni en Rumania, ni en Polonia, ni en Checoslovaquia, ni en China, ni en Cuba. Así, el enemigo de la libertad no es sólo el dictador, sino la idea totalitaria y sus seguidores.

Hoy, el comunismo no goza de la buena salud que tuvo durante décadas, pero si tiene ciertos privilegios. Los partidos comunistas están presentes en casi todo el mundo, disfrutando del pluralismo político que tanto desprecian cuando se instalan en el poder. Los nacionalsocialistas han corrido con menos suerte, quizás por haber sido el régimen nazi derrotado política y militarmente en su momento. Pero la idea totalitaria vive en muchas mentes y se nos muestra hoy disfrazada de revoluciones que terminan en la instalación de élites abusivas y corruptas en el poder, de socialismos “renovados”, de partidos de Dios y hasta de indigenismo. Que no se crea que han sido los Stalin, los Hitler, los Mao, los Ceaucescu y los Castro, por sólo recordar algunos, los únicos y últimos enemigos de la libertad y de la dignidad humana. Podrán venir otros… y serán los seguidores de sus ideas – y los indiferentes – los cómplices directos de sus crímenes.

-ralle1975@hotmail.com

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